Entre clickbaits y palimpsestos

Primero fue interesante. ¿Qué tal ese disco? Interesante. ¿Qué tal la charla? Interesante. Y ese hombre, ¿qué te ha parecido? Interesante. Toda la realidad, animada e inanimada, fue cayendo en el cajón de lo interesante, hasta que ya no quedó realidad fuera del cajón. Igual que hace el estudiante que se gasta varios rotuladores fluorescentes al mes y consigue que su libro sea el más brillante del aula, a falta de que esa brillantez se le haya contagiado mínimamente tras no haber sido capaz de separar el grano de la paja en la lección.
Desde hace unos años, ya no sólo es que todo sea interesante. Es también imprescindible. Increíble. Sorprendente. Algo que no te vas a creer. Algo que, por supuesto, no te puedes perder. No importa que sea una noticia, vídeo o imagen de lo más intrascendente. Habitualmente por interés económico, otras veces sólo por ver cómo se inflan las estadísticas al igual que el orgullo, la atención se reclama a base de clickbaits. El mayor problema no es que la información crezca de forma exponencial, ni el hecho de que, aunque nos dedicásemos a ello toda la vida, sólo podríamos atender a una parte ínfima de todos los recursos que se encuentran en Internet. Ni tampoco lo peor es la falta de jerarquías. Que todo se presente como relevante, mientras caemos trampa tras trampa, clic a clic, en una espiral de irrelevancia. Ni siquiera todo el mundo tiene herramientas ni criterio para discernir lo que importa de lo que no.
El mayor problema es ese palimpsesto que tenemos en la cabeza. En la infancia, incluso en la adolescencia, para aprender disponemos de multitud de páginas en blanco. En papel limpio vamos registrado ávidamente los restos de cada día. Todo es descubrimiento, y hay, efectivamente, espacio para ello todavía. Con frecuencia lo echo en falta: libros, música, sentimientos o certezas que se iban grabando dentro por primera vez. La pulcritud de aquella letra, sin tachones ni marcas de Tipp-Ex que falsifiquen con mal gusto el blanco.
Pero esas hojas en blanco se terminan. La capacidad del cerebro es limitada. Cuando llevamos decenas de miles de días vividos, y millones de estímulos registrados, sólo hay una única solución para seguir aprendiendo. Borrar. Escribir por encima. Y poco a poco el aprendizaje se va dificultando, incluso se enturbia, y aquel recuerdo se difumina y ese dato, por muchas vueltas que se le dé, ya no aparece. Los descubrimientos son parciales, o cuando menos les va faltando el brillo, en nuestra caótica libreta cerebral. El margen de aprendizaje se reduce y, en ese caudal cada vez más estrecho, irrumpen los clickbaits. Así, nos desbordamos con lo superfluo, con lo sorprendente habitual, con lo imprescindible accesorio, con lo increíble absolutamente corriente.
El lenguaje es otro palimpsesto, claro. ¿Y qué hacemos con el lenguaje que se gasta? ¿Con la capacidad de aprendizaje, que se desgasta? Huir de cebos, ya sean virtuales o no, podría ser… ¿interesante? Igual que discernir una nota entre un ruido ya ensordecedor y siempre creciente, es difícil. Pero poco más queda que tratar de resignificar, tanto la vida como las palabras. Intentarlo, al menos, y a ver si llegamos a tiempo de que no se apague para siempre la música.