El último baile
“Padre, éste es el último baile…” Nacho Vegas
“¿Quién nos conformó así, / que hagamos lo que hagamos / tenemos siempre la actitud / de quien se va? Como el que sobre la última colina, / desde donde divisa todo el valle, / una vez más, se vuelve, se detiene y rezaga, / así vivimos — / despidiéndonos siempre.” Rainer Maria Rilke (versión de Juan Rulfo)

En mi casa tengo muchas medallas y trofeos. Suelo referirme a ellos, cariñosamente, como “la chatarra”. Sí, muchos de ellos son de latón, cuando no de plástico o madera. Uno, incluso, siempre me ha recordado a la central nuclear de Los Simpson. Pero los aprecio sobre todo por dos razones. La más obvia, por el esfuerzo que hay detrás. Además de escribir, correr es la otra actividad que depende únicamente de mí y que más felicidad me regala. Pero también cuesta, claro. No llevamos motor ni ninguna otra ayuda biomecánica en las piernas, al menos por ahora. Así que cuesta. Y los trofeos son un aderezo a la mayor recompensa, que es, simplemente, el poder hacerlo y disfrutar de ello (y si se pueden rebañar unos segundos al cronómetro, por supuesto que mejor).
Pero también hay otro motivo. Lo que contaré a continuación parece de lo más ingenuo y cándido, pero la que soy ahora reconoce que, sobre todo, admira y añora a esa que fui; su capacidad de soñar limpia, incólume, porque aún estaba aprendiendo a saber qué era romperse. Entre los once y los quince, más o menos, el bádminton era el deporte que, junto con el atletismo, más me gustaba practicar. Y lo hacía todos los sábados, frente a la casa de mis abuelos: lanzaba el volante contra la fachada principal, que da a la N-VI, y jugaba sola. Horas. Al principio recuerdo cómo mi abuelo se enfadaba cuando el volante se desviaba un poco y atacaba (hacía bastante estruendo, lo reconozco) la ventana del comedor. Con el tiempo, fue mejorando mi pericia, y ya sólo impactaba contra la pared blanca. Y recuerdo, sobre todo, aquellas tardes en las que caía el sol a plomo en la Terra Chá: no circulaba casi nadie por esa recta de varios kilómetros, y cada vez que veía un coche a lo lejos pensaba que tenía que esmerarme en el momento en que pasase. El motivo (aquí viene la absoluta ingenuidad): por si en el coche viajaba un ojeador de bádminton. ¿Posibilidades? Una en un ¿billón?, ¿trillón? Pero no por ello dejaba de creer. Y tenía a mi favor, además, la total certeza de que en ningún caso estaba perdiendo el tiempo: tal vez nunca pasaría nadie que fuera a fijarse en lo que hacía, pero mi pensamiento iluso al menos me ayudaba a esforzarme para ser mejor.
Yo quería jugar al bádminton, y ganar trofeos, aunque fuera sólo uno alguna vez. Admiraba lo que había hecho mi primo en tenis, deporte en el que destacó como jugador júnior (y todavía hoy destaca como triatleta). En la estantería de su habitación lucía una decena de trofeos. Yo hacía cuentas: “el primero lo ganó en 1991…, él tenía entonces trece años: me quedan no sé cuántos meses para llegar a tiempo de hacer lo que él hizo”. Pronto superé ese margen temporal; los años fueron pasando (diría que rápido pero, igual que las familias infelices, más bien a su manera), y poco a poco me fui olvidando del asunto.
No me acordé más de los trofeos, ni del deporte más allá del que echaban por televisión, hasta que, hace unos años, volví a correr con regularidad. Salvo uno de los trofeos, que gané de adolescente en una olimpiada matemática (la única olimpiada a la que he llegado hasta ahora, by the way), el resto los he conseguido desde 2014 en carreras populares. Acabo de contarlos: alrededor de sesenta entre trofeos y medallas. Ayer recibí la última, después de bastante tiempo. Después de muchos meses pasando cerca de los estantes o de la percha de mi habitación y sospechando que toda esa chatarra quizás ya sólo sería un recuerdo afilado de mi pasado en las carreras. Una chatarra que comenzaba a volverse plomo sobre mi espalda lesionada. Igual que el pensamiento de que ya he sido lo mejor que puedo ser: el camino, una cuesta abajo, con frenos que sólo funcionan a veces, según cómo tengan el día.
No sólo pasa con las carreras, ni tampoco sólo me pasa a mí, claro. Por ejemplo, en relación con la literatura. ¿Cuántos nos haremos las mismas preguntas? “¿Y si los mejores libros son los que ya he escrito? ¿Y si no vuelvo a ganar otro premio literario? ¿Y si no vuelvo a publicar? ¿Y si las reseñas serán cada vez más un oasis en el desierto?” Y la más temible: ¿y si me bloqueo y no vuelvo a escribir nada más?” Pienso en autores como Rimbaud, Salinger o Rulfo, que fueron capaces de hacer obras maestras y (soy consciente de la simplificación) sucumbir después ante ese peso. También puede extenderse a la parte personal: el temor a ser peor, con los demás y conmigo misma. Porque con frecuencia echo en falta, por ejemplo, ingenuidad, fuerza de voluntad, ilusión o esperanza; intento esforzarme en lo que hago, pero la intención basta pocas veces. Y, en especial, lo que echo en falta es no haber valorado suficientemente el presente: acariciar aquella piel y no contemplar ahora su esqueleto llamado pasado. Como dice Rilke en el poema, nos estamos despidiendo siempre. De los demás, pero sobre todo de nosotros mismos. De eso que somos pero parpadeamos y de repente ya somos otra cosa que pronto también dejaremos de ser.
Casi nunca hay presente sino despedida. Palpar el presente es palpar apenas sus bordes, sino su sombra. Un mero propósito que ni siquiera siempre intentamos. Entonces pienso que habitar plenamente cada instante, sacar al presente de la ausencia, bailar de verdad todos nuestros últimos bailes, sería ese trofeo al que deberíamos aspirar. Un trofeo, claro, de los que no lucen en las estanterías. Como los que realmente importan.
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