
Hay tiempos en los que las palabras no llegan. No llegan porque están lejos y no llegan porque no bastan. El miedo es el fuego para una latencia inflamable.
El mundo pende de un hilo, cantaba Rafael Berrio, y en estos días más que nunca. Los informes climáticos son cada vez más devastadores. La invasión rusa de Ucrania desata un horror todavía más cerca, y el peligro nuclear —¿Hiroshima y Nagasaki no fueron suficiente, no fueron demasiado?— es una amenaza materializable. Hace décadas que la humanidad se sostiene milagrosamente en el abismo. Es probable que llevemos tiempo cayendo al vacío y que sólo nos hayamos dado cuenta ahora.
Sólo vemos la luz,
no cómo nos quemamos.
El mundo pende de un hilo, o al menos el mundo que los ojos del ser humano reflejan. Imagino que lo mejor que le podría pasar al planeta Tierra es que nos aniquilemos en absurdas guerras enraizadas en ansias de poder y nacionalismos y que el resto de animales se queden con este paraíso de vida y abundancia. Sería un mundo sin fronteras, al fin. Sin odio. El mundo ideal, reconozcámoslo, es aquel en el que ya hemos dejado de existir.
Cíclicamente en los parques florecen rosas y rayos gamma
Registro por la tarde un pedazo de ese mundo, de esa plenitud. La primavera anticipada se deja ver en las flores de ciruelos y cerezos, pero la luz sólo seduce aún la superficie de las cosas y en ello ratifica que no se ha ido el invierno. El cielo está completamente azul. Las cotorras firman la banda sonora, pero quienes se dejan ver son las urracas y un mirlo curioso, ensimismado, que no se atemoriza en mi presencia. Durante unos minutos sólo existe esta luz y esta tarde.
Cruza un pájaro la rueda del sol
sin saber de los tarde.
Sin saber del dolor o de los nunca.
Aunque las palabras no lleguen, aunque ya no lleguemos, habremos estado en el presente muchas veces. Habremos sido presente. Queda hacer lo que esté en nuestra mano hasta que nada deje de estarlo, acompañarnos, dar las gracias. El tiempo en Hiroshima avanza en bicicleta. O no. Queda, desde la sucesión de presentes que nos toque en suerte, detener la rueda mientras estemos aún a tiempo.