La Anunciación de un lugar

Anunciación, de Fra Angelico. Fresco en el Convento de San Marco (Florencia)

Con algunos días de retraso, me entero del fallecimiento del antropólogo Marc Augé, a finales de julio. Me acerqué de adolescente a su teoría del no-lugar, una teoría archiconocida, por otra parte, pero que ha marcado desde entonces mi forma de percibir el espacio. En una entrevista reciente, Augé decía que ya llevamos el no-lugar constantemente encima, con la tecnología: el smartphone que absorbe la experiencia del presente, que iguala toda experiencia, mediada por una pantalla y las mismas apps replicadas en cada dispositivo. La tecnología, junto con la homogeneización del espacio que el capitalismo lleva a hombros, hace cada vez más difícil encontrar reductos ajenos a la hegemonía del no-lugar.

En esos días de julio, me preparaba para viajar por primera vez a Florencia. Compruebo, al llegar, que ya es una ciudad asediada por turistas: hordas armadas con sombrero, gafas de sol, palos de selfie y un móvil siempre a punto. Esta impresión no empañó, al menos, la conmoción que creó en mí la belleza inequívoca de la catedral, imponente, inexplicable como una nave gigante blanquiverde venida de otro mundo; la belleza en la degradación, en las paredes desconchadas, en las pintadas, en los descuidos que subraya el tiempo; la belleza en cualquier esquina, los frescos a punto de borrarse, la certeza del hallazgo si dejamos espacio para acogerlo.

Después de constatar cómo las calles comerciales, la plaza de la catedral o museos como los Uffizi o la Academia lindan con el no-lugar o se han vuelto ya no-lugares, visitamos el Convento de San Marco, donde se encuentra buena parte del legado de Fra Angelico. Estoy deseando ver la Anunciación: intuyo que, igual que me sucede con la que se conserva en el Museo de Prado, aquí también me emocionaré.

Paseamos por el claustro con tranquilidad: apenas hay más visitantes que nosotros. Tampoco hay prisa: la Anunciación, en algún punto del recorrido, espera. Según subimos las escaleras, se nos presenta al fin. No sé cuánto tiempo sucede frente a la obra en ese tiempo sin tiempo.

Continuamos por la planta superior. Cada una de las celdas está decorada por un fresco. En muchas de ellas, el motivo se repite: Cristo en la cruz, con María Magdalena y Santo Domingo. Pero siempre hay una variación, por muy leve que sea. No hay una celda igual a otra: cambia el fresco, cambian las dimensiones, las vistas, cambia la luz. Recorremos una a una. Sin prisas, sin cruzarnos con nadie. Mientras dura nuestra visita, es como si Fra Angelico hubiera pintado esos frescos sólo para nosotros.

Contemplamos la Anunciación por segunda vez. Estamos solos en las escaleras, nos demoramos en bajar, en despedirnos. No hay ninguna aglomeración que nos apremie, ni siquiera un vigilante -su silla está vacía- ni más turistas tampoco. Ante esa belleza sencilla, sobria, imperturbable frente al tiempo, siento la tentación de arrodillarme. En voz baja, le digo a E. que querría ponerme de rodillas. Él me susurra que le sucede lo mismo. Nos arrodillamos. Son pocos segundos en los que el tiempo no sólo se detiene, sino que además se despliega para poner su sello en una grieta imborrable de pintura y luz.

Se oyen unas pisadas. Despertamos. Bajar las escaleras, dejar atrás el Convento, caminar hacia zonas más turísticas, masificadas, intercambiables: poco a poco debemos adentrarnos de nuevo en el parque temático. Pero hemos sabido que un lugar, un verdadero lugar, lo custodia Fra Angelico y podemos anunciar que existe.

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