La fuente de Antonio Gala

Ayer, temprano por la mañana, voto por primera vez en Madrid. Le doy mi DNI al presidente de la mesa. “Tienes nombre de pintor”, me dice al leerlo en voz alta. Lo sé, lo sé, le digo, y en ese momento recuerdo a Antonio Gala, nueve años atrás, la tarde en que fui a Córdoba a hacer la entrevista para entrar como residente un curso en su Fundación. Será la última vez que lo recuerde antes de conocer la noticia de su muerte. Él también me hizo ese comentario, contó una anécdota de Daniel Vázquez Díaz de la que sólo me enteré a medias dado mi nerviosismo. Acabé entrando en la Fundación. Y fue uno de los regalos más bellos que me han sucedido nunca.

Durante aquel curso, supe que Antonio, durante los años de su juventud, se sintió solo para compartir sus inquietudes literarias, artísticas también. Igual que me había sucedido a mí. La Fundación, en Córdoba, surgió no sólo para regalar a unos jóvenes escritores, pintores, músicos un espacio y un tiempo propicios para crear, sino también para crear una verdadera familia. Siendo yo hija única, lo más parecido en la vida que me ha pasado a tener hermanas y hermanos ha sido formar parte de la XIII promoción.

Hasta entonces, había sido estudiante de Filología, estudiante de un Máster. Después seguí siendo estudiante, trabajadora; en definitiva, he sido casi siempre otras cosas. En la Fundación, por primera vez en mi vida, era escritora, era Raquel, la que escribía una novela. Era la que tenía los días libres y luminosos para leer y escribir, para aprender de mis compañeros desde la mesa del comedor al desayuno a las noches de “fecundación cruzada”, para acrecentar una vocación literaria y pasar los años siguientes persiguiendo aquello mismo: el espacio, el tiempo y la luz, la amistad, la literatura y la vida.

Si bien de Antonio pude conocer su humor fino y admirable inteligencia, siempre a punto, todavía su generosidad fue más excepcional si cabe. El día en que inauguramos el curso de nuestra XIII promoción, afirmó que nos recibían para que les diésemos, no para cambiarnos sino para que fuésemos más nosotros que nunca. Y pudimos ser, y esos ocho meses que fuimos han seguido en mí. Como la fuente del patio de la Fundación: un murmullo de vida constante, la huella de un agua indeleble.

“Hoy tengo vuestra edad”, también nos dijo aquel día. En una edad ya sin tiempo, el legado literario y personal de Antonio Gala sigue fluyendo a la vez que permanece. Gracias siempre, Antonio. Gracias.

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