El realismo del calamar

 

Imagen: Netflix

Las distopías siempre me han parecido uno de los géneros más realistas. ¿Qué mejor libro que 1984 para hablar de la manipulación a través del lenguaje? ¿Fahrenheit 451 y el control de la población a través de los medios de masas y la ignorancia? ¿Un mundo feliz y las drogas que no permiten la tristeza, pues siempre tenemos que estar produciendo?

El juego del calamar, la serie de Netflix de moda, es heredera de la mejor tradición distópica. Es decir, es una obra realista. Los protagonistas son personas endeudadas que se juegan la vida por la promesa de una suma económica que pondría fin a sus problemas. La forma de jugarse la vida tiene lugar, precisamente, a través del juego, de lo infantil, de ese espacio íntimo en el que, en teoría, las garras del neoliberalismo no intervienen, un espacio que respetan y suelen dejar al margen. Pero sólo en teoría, sólo en apariencia: cuántas personas se presentan voluntarias a jugar a cruzar el mar en patera, cuántas personas juegan a saltar vallas y a esquivar concertinas, cuántas personas juegan a subirse a los bajos de un camión, cuántas personas juegan a subirse a lomos de La Bestia o El tren de la muerte, cuántas personas juegan a agarrarse al avión en un despegue porque prefieren la esperanza ínfima y el final probable antes que la certidumbre de quedarse en tierra y no poder escapar.

Ésos son los juegos más evidentes, pero, en mayor o menor medida, todos jugamos. Jugamos a seguir las reglas de la sociedad: primero los estudios, después un trabajo, después una familia, después una jubilación, después la muerte. Jugamos a subir fotos con filtros y simular que nuestra vida es otra, jugamos a dejarnos la salud a cambio de las horas de trabajo, jugamos a dejar que los sueños se pudran hasta un futuro que tal vez no alcancemos nunca, jugamos a no ayudar a otras personas porque estamos demasiado ocupados en salvarnos a nosotros mismos, jugamos a ver indiferentes la desgracia porque ellos son los otros y han perdido y nosotros aún podemos seguir jugando. El bote crece, la promesa todavía es más grande, y jugamos y jugamos y casi siempre la vida se va antes de que cualquier premio considerable llegue.

No hemos firmado ningún contrato, nadie nos avisa de que el juego va a comenzar. No escuchamos El Danubio azul mientras subimos por unas escaleras de colores. La angustia no es tan intensa. Pero es angustia. La violencia es más sutil. Pero es violencia. ¿Qué posibilidades tenemos de abandonar del juego, de negarnos a jugar? ¿Qué posibilidades tenemos de ganarlo? ¿Cuál sería el precio de ganar cuando las reglas de juego son tan perversas?

A un lado y otro de la pantalla, compartimos tablero. Por ello, la temporada termina en el metraje pero no en la memoria. La habitación 101 es una invención de Orwell, pero es real, existe. El juego del calamar también.

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